La cuccina

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Don Angel Rosano llegó al país siendo aún muy jovencito, con tan solo dieciocho años de edad, allá por 1920. Había dejado su Italia natal para habitar suelo argentino con la esperanza de alcanzar, como otros que lo precedieran, una estabilidad económica publicitada por un axioma popular: “vienen a hacerse la América”.
Atraído y guiado por las recomendaciones que en tal sentido le hicieran llegar algunos parientes lejanos radicados desde tiempo atrás en estas latitudes, hizo su ingreso como inmigrante junto a su joven esposa un año menor que él, de nombre Juana.
Sus primeros pasos en estas tierras los dieron brevemente por el Hotel de Inmigrantes, trayendo como único equipaje un baúl antiguo lleno de ropa muy modesta perteneciente al matrimonio, como respaldo algunos cientos de liras italianas, como documentación los dos pasaportes pertinentes, como experiencia sus antecedentes de hombre de campo, y como tarjeta de presentación su voluntad y predisposición al trabajo.
Sabía don Ángel que ese bagaje de buenas intenciones no era privativo de su persona, porque miles de compatriotas con anterioridad habían exhibido iguales o mejores cualidades, pero él se tenía fe, aferrado a la humildad, el empeño y el esfuerzo que eran atributos de los campesinos que habitaban los valles y las montañas del pueblo de donde era oriundo.
Favorecido y amparado por sus propias fuerzas, su amor propio y sus ansias de progreso, más el impulso anímico de “hacerse la América” que golpeaba sus sentidos, una vez instalado en una casa de pensión regenteada por un paisano, comenzó por hacer compras de verduras y frutas en el Mercado de Abasto de la avenida Corrientes entre Agüero y Anchorena de la ciudad de Buenos Aires, y con dos canastas de mano se lanzó por las calles de barrios más humildes a venderlas al menudeo.
Primero se conformó con “hacerse la diaria”, pero luego, con el correr del tiempo, ante la aceptación que tenía su oferta amplió su método de comercializar con la incorporación de un carro tirado por un caballo, y el negocio cobró mayor envergadura, con una clientela exclusiva y un surtido de mercancías muy superior.
Sin prisa y sin pausa, acompañado por una prosperidad continua, fue sucesivamente comprando un terreno en la ciudad, construyendo su casa sobre el mismo, al tiempo que nacía su primera y única hija, a la que bautizaron con el nombre de Luisa.
Adaptado a su nuevo lugar de residencia, ya con veinte años de permanencia en el país, influenciado por la solvencia ganada en su duro trajinar entre frutas y verduras, con sus vigorosos treinta y ocho años, pensaba día tras día bajo qué forma o de qué manera continuar mejorando su nivel de vida y consolidando aún más su patrimonio.
Quiso el destino que un día, mientras caminaba por las inmediaciones de su domicilio, pasara por una esquina de su barrio, de calles de poco movimiento vehicular con veredas muy poco transitadas por peatones, donde había un local en cuyo frente un enorme cartel lo ofrecía en venta.
Dicho local muy poco tiempo atrás había sido ocupado por un bodegón de baja categoría y el aspecto de total abandono, con cucarachas recorriendo libremente las descascaradas paredes y ratones saboreando restos de provolone esparcidos por los rústicos pisos, no aparecía a primera vista muy tentador. Sin embargo, le bastó una ligera recorrida por las instalaciones del local para que su mirada visionaria viera en perspectiva la presencia de un futuro restaurante, puesto que las comodidades que brindaba el edificio eran suficientes.
Su percepción pudo más. Ni las cucarachas ni los ratones, ni la roña ni la dejadez pusieron inducirlo al desánimo. Por el contrario, como el valor del inmueble era muy asequible, procedió a comprarlo sin pérdida de tiempo poniendo en manos de un arquitecto la restauración total, y a efectuar algunas reformas que incluían pisos de madera nuevos, pintura general, carteles luminosos externos, moblaje adecuado, ornamentación al mejor estilo cantinero y la ubicación de la cocina en un lugar que consideró fundamental.
La cocina (“cuccina” según su dialecto) fue construida detrás del salón principal sobre una de las calles laterales, de manera tal que un ventanal de grandes dimensiones ofreciera una visión completa de su interior a cualquier transeúnte que pasara por esa vereda.
Así en tales condiciones inauguró ese lugar al que llamó Cantina del Ángel, su soñado negocio que pasó a prestigiar la esquina y prestó luminosidad a toda esa área que hasta ese momento era presa de la oscuridad y el desconocimiento.
Con suma inteligencia de avezado comerciante impuso a su cantina una ambientación familiar, comenzando por su propia familia que se ocupó en forma individual del funcionamiento y mientras él se dedicaría a las compras (llave clave en ese tipo de negocio), la hija Luisa manejaría la caja y facturaría las distintas consumiciones, el yerno Pascual sería el mozo principal secundado por dos empleados más, y la señora Juana ejercería de cocinera (bisagra esencial en este caso).
Cuando el negocio, que de inmediato cobró popularidad, fue aumentando su clientela, dos factores relevantes lo condujeron a transformarse en la gran Cantina del Ángel: la intimidad que la envolvía por aquella familiaridad que sugería la familia Rosano, y la labor a la vista de todo el mundo de doña Juana desenvolviéndose magistralmente entre las cuatro paredes de la “cuccina”.
Doña Juana cumplía e imponía su sello gastronómico dentro del salón con los platos que la gente degustaba y que ella presentaba como lo que eran, caseros, como la variedad de pastas que amasaba y aderezaba con exquisitas salsas que afuera, desde la vereda y a través del ventanal, la gente saboreaba por anticipado antes de caer vencida por la tentación. Una selección de pastas desfilaba por las mesas noche tras noche: fusillis al pesto, ravioles al tuco, ñoquis a la crema, spaghettis al filetto, tallarines a la bolognesa, fetuccines a la scarparo, canelones a la Rossini, panzottis a la salsa de nuez, sorrentinos al graten. Esas pastas fueron las reinas absolutas de la fama lograda, acompañadas por algunos príncipes tales como milanesas a la napolitana, brócoli saltado al olio, risotto con albóndigas, supremas de pollo en distintas formas.
Después de otros diez años de rotundo éxito y de haber amasado una fortuna al igual que las pastas caseras y de denunciar cansancio y sacrificio por parte de Juana, decidió de mutuo acuerdo con su esposa regresar a Italia y vender en una cifra millonaria la acreditada “Cantina del Ángel”.
Su hija Luisa y su yerno Pascual recibieron una parte que les permitió instalar un pequeño restaurante, mientras el matrimonio Rosano marchó rumbo a la península itálica después de haberse “hecho la America”.
Al llegar a su lugar de origen, ante cualquier pregunta sobre cómo había hecho tanta plata respondía esbozando una amplia sonrisa: “porque supe interpretar las exigencias de hambrientas cucarachas que protestaban y se movilizaban por las paredes reclamando restos de comida y las manifestaciones de desesperados ratones que marchaban de rincón a rincón requiriendo una cacho de queso… ja ja ja”.